jueves, 28 de agosto de 2014

Dioses solitarios, favor de abordar por el Anden número 3

La teología es un bicho raro que puede aparecer en los lugares menos esperados. Al abrir tu alacena, al caminar por la calle, paseando al perro, en esta ocasión la he encontrado viajando en autobús.

Me gusta mucho viajar por autobús, a diferencia del avión que suele ser una cabina mágica en la que te subes y de pronto en un par de horas estas en un lugar con clima, personas y hasta idiomas o giros de lenguaje distintos, el autobús es una historia que se cuenta poco a poco, gradualmente uno va percibiendo el frío de la carretera y el clima del lugar de destino.

Desde luego no es que sea la mejor experiencia, ¡todo lo contrario!. Viajar en autobús no es precisamente una forma cómoda de estar, por más amplios que sean los asientos, las piernas siempre terminan entumidas, con deseo de estirarse y sentir de nuevo la sangre correr, el aire acondicionado o la falta de él suele ser una tortura durante el trayecto, ver la película que has visto tres veces antes, ¡sin poder evitarlo!, los oídos se ven atacados por el volumen, los ojos tarde o temprano terminaran atrapados por momentos en alguna de todas las pantallas. Es toda una experiencia  kubrickiana. El cinturón de seguridad siempre molesta en el asiento, ese ser incómodo está ahí con sus múltiples plásticos y fierros, perturbando la espalda o el trasero, como gritando para ser utilizado, ¡y Dios sabe que uno no quiere usarlo!. Aun cuando haya pantallas personalizadas  y con audífonos uno se atiene al menú de opciones que la compañía haya ideado (recientemente una línea de autobuses en la que viajé consideró que la mejor opción para el menú Libros en la pantalla personal era colocar todas las entregas de la saga "Crepúsculo").

El autobús es el templo del estoicismo.

¿Qué de encantador puede tener una terminal de autobús, preámbulo para esa liturgia de los resignados? Para Marc Augé, sin duda es un "no-lugar", un espacio donde la modernidad se desdobla sobre sí misma y acelera el tiempo y acorta las distancias en un entorno donde el sujeto lucha por su anonimato, por perder su identidad lo antes posible para tener un viaje sin compañeros molestos, sin ser observado, sin ser perturbado, poder pensar, soñar, imaginar o sencillamente desconectarse cerrando los ojos y esperar que al abrirlos el viaje haya terminado. Ese anonimato que grita ¡déjenme en paz! es una cuerda tensa que resuena en la divinidad, según nos cuentan los teólogos sistemáticos que, en su gusto por inventar palabras, le han llamado asiedad. 

La asiedad es supuestamente un atributo incomunicable, de esos que solo Dios posee (en la versión farmacéutica o de receta del Dios de la sistemática).  Consiste en la autosubsistencia divina, en que Dios existe por sí mismo, que no necesita de nada, que él solo las puede todas. ¡Es precisamente la asiedad lo que los viajeros de autobús deseamos! deleitarnos en nuestra propia y sola existencia al menos durante un trayecto, al menos en los siempre insuficientes centímetros del asiento. Lo que menos queremos es que el compañero de a lado se ponga a platicar, no hacen falta sobrecargos que nos brinden botanas insípidas, ¡yo soy autosubsistente en el autobús!

El autobús es un deseo de probrar el fruto prohibido de la solitaria divindad. "Seréis como dioses" le decía la Serpiente a Eva mientras le imprimía su boleto con destino a la ciudad de Guadalajara, con horario de salida 22:30 horas.

Las incomodidades propias del viaje pueden, pues, soportarse, con tal de que uno acceda a esa esfera etérea del anonimato perfecto, si logra crear al rededor de su asiento un cielo y tierra personal, si no hay necesidad de utilizar el baño en pleno movimiento: salir y llegar, atravesar eficiente y solitariamente ese agujero de gusano que me llevará a mi destino. Pero, como todo apocalipsis, un destino artificial, pues después la vida seguirá, pero habiendo sido, por un momento, un Dios solitario, desconectado.

Es sabido por la vida práctica sincera que rara vez Dios contesta plegarias u oraciones. Más allá de las teodiceas que sugieren que uno erró en la oración y no es que Dios no haya cumplido, es claro que así como nosotros queremos ser dioses al viajar en el autobús, también Dios se ha sentado en su asiento reclinable, encendido su pantalla de plasma, se ha puesto los audífonos para escuchar un jazz y mirando a la ventana ve pasar nuestras alabanzas, cantos y ruegos. Tampoco quiere ser molestado y espera paciente el destino de la historia en su asiedad y perfecta solitud.

 Justo ahora me dispongo a abordar mi autobús y desconectarme del mudo, así que lo entiendo, no lo culpo.





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